
“El andaluz” sigue siendo una de las tantas variedades despreciadas
y calificadas como “habla incorrecta” por los idealistas del inmovilismo
lingüístico. Una mirada esnob alimentada por la misma ausencia de empatía con
la que María Antonieta mandó al pueblo a comer pasteles a falta de pan. Nos
queda la satisfacción de que el concepto de corrección –y, por ende, el de
“estándar”– siempre ha resbalado de las manos de quienes han querido poseerlo y
darle forma. Las lenguas están sorprendentemente vivas y sólo toleran su propio
orden nacido del desorden humano; cambian a cada nueva palabra que intuitivamente vocalizamos desde la creatividad más espontánea. Aquellos académicos en estado vegetativo y
cercanos al ocaso, bueno, ¿qué podría hacerse por ellos mas que observar cómo
son olvidados, devorados por el incesante flujo cíclico de la evolución y el inevitable
paso a nuevos horizontes? Plantemos nuestras esperanzas, pues, en ese supuesto
mortal cuya impoluta juventud podría permitirle ser osadamente crítico y
desarrollar una mirada más integradora… O no.
Sepa que, al despreciar el habla andaluza, desprecia también
el habla de muchos otros hispanoparlantes repartidos a lo ancho y largo del
planeta –puede que usted sea uno de ellos–. A partir de la década de los 50,
grandes filólogos retomaron la investigación sobre la enorme influencia del
“andalucismo” en Latinoamérica, observándose desde siglos atrás una similitud
evidente entre el habla andaluza y aquellas que habían surgido en el continente
americano. Así pues, cuando usted se observa con superioridad lingüística frente
al seseo, el ceceo, el yeísmo, la aspiración por presencia de /s/, el cambio de
/ch/ a /sh/, y otras características propias del habla andaluza, sepa que está subestimando
el indiscutible poder del verbo de un gran número de hispanoparlantes.
Sepa que desprecia la extensa gama de ilustres literatos
andaluces cuya vasta contribución ha servido para reafirmar la belleza de la lengua
española en el mundo. Esta es una tierra famosa “por sus plumas”, escribía el
célebre Góngora, y la suya propia acabaría impregnando la conciencia de las
generaciones venideras al modo de un inmortal clásico latino. Hablemos del mito
de un joven sevillano en cuyas Rimas y
Leyendas expuso su alma, desnuda y sensible, para que el mundo entero la
contemplase; releamos La Gaviota de
Fernán Caballero y comprendamos por qué es considerada precursora de la novela
realista; rescatemos a Manuel Andújar de su olvidado sepulcro y démosle el
reconocimiento que se merece; recordemos la maestría de Federico García Lorca,
su único y destacable nombre dentro de la literatura del siglo XX… Nuestro
legado es tan extenso y de tal calado que el desprecio de millones de mortales
no bastaría –nunca bastó– para impugnarlo.
Y es que es fácil estar de acuerdo con el profesor José
María Pérez Orozco, quien afirma que la nuestra es una cultura de la
comunicación cuyas clases más populares siempre han tenido por costumbre
reunirse y crear arte desde la gracia –muchas veces desde la miseria–. Podríamos
referirnos al flamenco, íntimo y social al mismo tiempo, pero el mejor ejemplo lo
hallamos dando una vuelta por un pueblo andaluz a la hora en que el sol ya no
abrasa: hombres, mujeres y niños en la puerta de sus casas recreándose en un
incesante parloteo a la luz de la luna. Desde un punto de vista estrictamente
lingüístico, esta práctica de la comunicación ha hecho de nuestro dialecto un
español “evolucionado” –que no mejor ni peor–, al romper las reglas prefijadas
por la lengua castellana y aprovechar los recursos del lenguaje de una manera
más extraordinaria que en el caso de otras variedades.
Por ello, no sienta desprecio por la evolución de la
lengua, mírela con la admiración científica que exige. Únase a la lucha contra
la supuesta “corrección lingüística”, un término tan vago como arcaico, y
atrévase a defender la valía de su variedad practicándola no sólo en su casa y sus calles
sino también, y bien alto, en los medios de comunicación, agentes perfectamente entrenados en seguir doblegados a
merced de un “estándar” imaginario. Nunca sienta vergüenza de su habla; sus
palabras y las mías serán las únicas verdaderas co-creadoras de la norma.